Hubo una vez una robota que, haciendo su casa ideal, le importó un fotón lo que pensase el resto.
—¿Otro más?
—Otro más.
El albañil no entendía lo que estaba pasando. Aquello era excesivo.
—Señora, ¿está segura?
—Otro más. —respondió ella.
Las vecinas llevaban semanas murmurando, pero ahora casi gritaban.
—¿Te parece normal?
—Es que no tiene decoro ninguno.
—A ver, que alguna de nosotras podría tener esa apetencia y nos contenemos.
—No, no digas apetencia y llámalo como lo tienes que llamar: Perversión.
—Pecado.
—Lujuria.
Habían llegado los rumores a las más altas instancias del pueblo.
—Tienes que hacer algo. —dijo el alcalde, apoyado en la barra del bar.
—Pero… —intentó escabullirse la Jefe de Policía.
—Uno vale; dos, en fin. Todos lo podemos entender, pero lo que está sucediendo en esa casa vulnera cualquier código moral, laboral y estilístico que pueda haber en el universo.
Como buena ciudadana y mejor subordinada, la Jefe se acercó al lugar de los hechos.
—Dígame qué estamos haciendo mal, agente.
—No es decoroso lo que sucede en esta casa.
—Mire, yo le pago para que haga lo que le pido. Yo le pago y no le cierro la puerta para irse si así lo desease.
La agente, tras revisar toda la legislación pasada y futura, se tuvo que marchar.
Así fue como una robota, haciendo su casa ideal, le importó un fotón lo que pensase el resto y, siguiendo sus deseos más íntimos, se puso diez baños en su casa.