Tenía un poco de dinero en el bolsillo, mi amor; esa calderilla que te sobra después de ir a por el pan; y me he comprado un Greco.
Casi.
Vale, mi vida, no te voy a mentir: Me he comprado una colección de pinturas del Greco, pero en plan tranquilo.
A ver, tranquilo, pero con emoción, con esa emoción de niño que va atesorando cromos y empieza “éste lo ten”, “éste no lo ten”; tranquilo, salvo que me he comprado todos.
Decía el encargado de un museo “Oh, la, la, monsieur”, el encargado de otro “Oh, yeah, yeah, gentleman”.
Y así, con lo que me sobraba de comprar la compañía del pan destinado a los restaurantes menos selectos, me he agenciado toda una colección de pinturas.
Otra.
En fin.
¿Para qué te cuento toda esta historia, mi amor? Pues porque creo que me he equivocado. Sí, lo reconozco.
Otra vez.
Ya.
Que ya me pasó con Dalí. Me dijiste que pillase un recuerdo de nuestra visita a Cadaqués y terminé con un par de rascacielos donde colgar obras gelatinosas.
Eso fue una mini equivocación chiquitina, una equivocación en los detalles; pero con lo del Greco, con lo del Greco… Pues, vaya, que la he liado.
Vale.
La he liado.
Sí.
Te prometo que sólo ha sido con las vueltas del pan.
¡Qué follón!
Fliparás con las figuras estiradas como si fueran de plastilina. ¿Y con los santos? ¿Te he hablado de los santos? Madre de dios, parece que son todos bizcos. Y locos. Y con una higiene que vete a saber si es a propósito para matar de asco a las pulgas.
¡Los santos! ¿Es que ya nadie respeta nada?
¡Que la he liado!
No hay más.
Me ha sobrado un poco de calderilla tras comprar el pan, tras comprar toda la colección del Greco.
Igual me perdonas si te compro un regalo.
¿Quieres un diamante por el que puedas pasear?