Hubo una vez una robota que, haciendo el esfuerzo, hizo el esfuerzo.
—Tú tiene que hacé el efuezo de hacé el efuezo. —dijo un vecino suyo.
Ese día no pudo más y, en vez de marcharse sin hacerle caso, le contestó.
—Que sí, que sí. El efuezo. Sí, hacé el efuezo.
¡Qué tío más plasta! Se pasaba el día repitiendo la frase en plan machacón, en plan dios regañando a sus robots descarriados.
—Tú tiene que…
Ella le cortó:
—Sí, hacé el efuezo. Hacé mucho efuezo, efuezo bueno, mucho, efuezo, hacé. Ahhh, aaa, ahhh.
El vecino meneaba la cabeza:
—Sí, eso, hacé el efuezo.
El vecino meneaba la cabeza afirmativamente, pero no parecía entender que ella no quería entenderle.
Pocos habitantes de ese pueblo aguantaban a un vecino tan pesado, quizá porque era muy pesado, quizá porque tenía razón, quizá porque todos que le habían hecho caso se habían puesto a trabajar duramente en lo que ellos anhelaban conseguir.
—Tú tiene que hacé el efuezo de hacé el efuezo.
Pero ella no se marchó.
—Tú tiene que hacé el efuezo de hacé el efuezo.
Pero ella no le contestó.
—Tú tiene que…
—hacé el efuezo de hacé el efuezo. —completó la robota.
—Sí, eso es. —dijo el vecino con la alegría de un dios que salvaba a otro robot descarriado.
Así fue como una robota, haciendo el esfuerzo, intentó ser lo que quería.