Quedas en el inicio de un distrufe total.
Te ponen ante un montón de platos cocinados que sólo tienen un ingrediente en común y, en ese momento, la realidad se condensa en un único axioma de origen subterráneo con entrantes de trufa, ensalada de esto y lo otro con trufa, animales de todos los continentes, todos los océanos y truchas del río Isabena en tartar con trufa, profiteroles de trufa mezclada con crema de isótopos inestables de elementos menos estables que un neutrón aislado de la trufa, infusión de trufa con trufa endulzada con trufa trufada, y trufa, y trufa, y trufa. Entras en un estado de nirvana trúfico con partículas de trufa emitiendo radiaciones Trufenkov con sabor a trufa.
En ese instante, miras a la trufa y la trufa te mira a ti. Estás atrapado y ya eres, para siempre, uno con la trufa.
“La vida es trufa y las trufas trufas son” respondes cuando te preguntan por la futilidad de las ilusiones y la literatura española gastronómica. “Trufo, luego existo” es tu mantra para rechazar que eres un programa informático, que eres un conjunto de números que sólo importan cuando dejan de producir números. “Trufa o no trufa, esa es la cuestión” sueltas con aire melancólico para que sepan que eres un intelectual y no un tirado de la vida, que tienes tus estudios en cómo se usaba la trufa hace un milenio y tres cuartos de kilo.
Te quedas totalmente distrufado al final.