Hay sol.
Escondido bajo una sombrilla, intento enfriarme con cremas y un helado de chocolate. Aprovecho la pinza que tengo libre y la saco fuera para confirmar lo que ven mis ojos: Sigue habiendo sol.
Es lo normal. Quitando las diversiones nocturnas y los paseos bucólicos al amanecer, cuando vas a una playa es para disfrutar del sol, de un sol, que en este caso, está cayendo a tres toneladas por metro cuadrado. Bufff. Sigo bebiendo agua sin pensar porque estoy medio abotargado por el calor.
Los demás están sin sombrilla, tumbados en toallas sobre arena de brasas. ¿Cómo podemos ser de la misma especie? Bebo agua y agua, pero no llego a mearla porque mis poros se han convertido en surtidores. Si les pudiese poner un sistema rotatorio, serían unos aspersores fantásticos. ¡Qué calor! ¿Qué pinto yo aquí? Con la soledad y el frío que hay en las montañas. Miro al resto y los veo felices, con sus toallas, sus cremas, sus gafas de sol, sus cuerpos bronceados. ¿Pero cómo puede ser que vengan aquí?
Y, al ver sus cuerpos bronceados, me empiezo a reír porque me doy cuenta de que soy un gruñón. Jajaja, soy un gruñón. He venido a la playa, me he embadurnado con la crema y me he ido a andar por la playa. ¿Y qué ha pasado? Pues que me he convertido, como siempre, en un cangrejo. Yo, el Cangreixo.
Cojo con una pinza la sombrilla, me pongo a andar por la playa, contradiciendo a un cangreixo, con el mar mojándome los pies que se hunden, ligeramente, en la arena. Por esto he venido, por esta sensación.
Hay agua.