Una tarde cualquiera, en un sofá cualquiera, estaremos viendo una película aleatoria, de ésas que echan todos los sábados por la tarde en un canal de Visiones cualquiera.
Y llegará un aire huracanado, y no será porque hayamos comido legumbres.
Y llegará una brisa marina, y no será porque hayamos echado ambientador para disimular el producto de las legumbres.
No, no, no, y cientos de veces no.
Habrá un hombre misterioso en la pantalla de las Visiones, hablando del tiempo, de las nevadas bucólicas en las montañas, de las ventoleras no tan bucólicas del Zierzo, y lo hará con tal cariño, con tal amor, que incluso la mayor pedregada nos parecerá una lluvia de caricias que nos lanzan los ángeles del cielo.
Cogerás el mando y buscaremos el título de esa película aleatoria de un sábado cualquiera que, como no podría ser de otra manera, se llamará: “El meteorólogo del amor”.
Y llegarán tempestades de abrazos amorosos, y el sofá nos regañará ante tanto empalagamiento.
Y llegarán avalanchas de besos amorosos, y el sofá nos gritará “Idos a un hotel”.
El hombre misterioso de las Visiones sonreirá, pero, antes de que pueda seguir viéndonos, cogerás el mando y apagarás la pantalla porque ya habremos perdido cualquier interés que pudiera tener la película.