Me he levantado fatal, pero fatal, fatal.
Vomitaba, vomitaba. Vomitaba todo y más. Vomitaba lo que había comido, lo que había comido la semana pasada. Vomitaba incluso los yogures que me comía a pares en mi infancia.
Y en cada vómito, en cada arcada, venía nuestro amor a mi corazón, a mi boca.
Cada uno de los tropezones que devolvía al mundo me recordaba a ti, a nuestro amor.
Una arcada.
Un tropezón era por el primer ramo de flores no comestibles que me compraste. ¡Cuánto te besé, mi vida! ¡Qué feliz me hiciste, mi amor!
Otra arcada.
Otro tropezón me devolvía a las reuniones con los amigos, la familia, los involuntarios compañeros del autobús que ven nuestro amor, que escuchan absortos las palabras endulzadas que escriben nuestra historia.
Otra más.
Las horas pasan y yo aquí continúo vomitando fiel a nosotros porque:
Contigo en la pobreza y en la riqueza.
Contigo en la salud y en la enfermedad, cariño.
Me sujeto fuerte a la taza del váter, me sujeto fuerte al amor que hay en ti y en mí, me sujeto fuerte tras otra arcada y, con toda mi alegría, vomito.