He dejado el arte. Así, sin más.
No pintaré tu rostro sonriendo al mundo, sonriendo a todos los vecinos de nuestro pueblo; a todos los vecinos que contemplan, con alucinada devoción, tu rostro en mitad de la fachada de la iglesia.
No, me he reformado. Te lo prometo.
Tampoco pintaré más hornacinas cuticulares. Se acabaron tus relojes gelatinosos, mis santones estirados, nuestras merendolas italianas en la campiña del Sobrarbe inglés.
No, ya no volveré a pintar más uñas en mi vida. Te lo juro por el roboto más molón, te lo juro por el roboto Hiperchiquitín.
He dejado el arte, he dejado todo lo prosaico que hay en él.
¿Por qué? Porque es falso.
Porque tenían razón los iconoclastas al destruir los ídolos, al prohibir las pinturas de figuras humanas. Porque no hay color para el color de tus ojos, porque no hay pincel para capturarte en un trozo de trapo.
Vale de pinceles, de cuadros, de exposiciones íntimas donde se refleja la esencias del impresionismo puntillista irlandés. Se acabó tanta tontería, se acabó tanto romanticismo empalagoso.
He dejado el arte porque conquistaré el mundo para ti. Así, sin más.