-El amor es como el chocolate: Aquellos que dicen amarlo prefieren echarle toneladas de azúcar para intentar ocultar su amargura.
Un galán maldito en una película de época. En una película de esas que necesitas alguna carrera universitaria para entender, al menos, su título.
Una damisela cariacontecida, aplastada por el peso de la vida y no por el deseado peso de su galán maldito y rebelde, una pobre muchacha con insomnio que iba en busca de su sueño:
-Ya lo sé. Amar, amargura, para mí son palabras que significan lo mismo. Yo lo sé.
Cogidos de la mano ante una sociedad que no los comprende, que no entiende ese amor tan amor que hay en ellos. Cogidos de la mano mirando a una cámara que captura en alta definición todo su sufrimiento, cada onza de dolor que supura en estéreo por sus labios.
Pero todo da un giro con muchos grados de alcohol, no de unos míseros 360, sino de unos rutilantes y novedosos 540 para conseguir una película con un romanticismo al cuadrado: romanticismo sufriente, del que lucha para perder contra un mundo injusto e inmisericorde; romanticismo acaramelado, del que cree que el amor superará cualquier dificultad que se le oponga.
El galán maldito, rebelde y científico revolucionario le presenta a su amada la ecuación que les permitirá convertir el vino en edulcorante acalórico, para endulzar su amor sin tener caries de las que preocuparse, para embriagarse con la pasión sin subidas de azúcar que les nuble la mente.
El galán y la damisela se funden en un abrazo flamígero como figuras de chocolate.
Fin.