Me he tomado tus palabras como medicina para mi enfermedad.
Me has dado los “buenos días” y, para mí, se han transformado todos mis días en buenos, los días de ayer, los días de hoy, los días de mañana.
No has dicho nada más.
Como en una avalancha, todo mi pasado se ha cubierto de capas de algodón de azúcar, anestesiando cualquier recuerdo que intente cuestionar que sucedió en un “buen día”.
Mis horas, minutos, segundos del presente son ladrillos que van levantando una ciudad donde todo funciona, donde nadie sufre, donde tú te sientas a mi lado en un banco del parque.
Lanzadas al espacio, las naves del tiempo me llevarán a un futuro donde no habrá que alcanzar angustias disfrazadas de deseos, ni miedos reconvertidos en pasiones.
Recuerdo nuestro presente de ayer, hoy y siempre sentados en un banco del parque. Recuerdo ese banco, aunque no estemos en él. Con la sonrisa que nace de ese parque, te contesto:
-Buenos días.