Se ha puesto el sombrero de capitán de mazapán, se ha puesto el catalejo engastado en su ojo despistado mientras su barco, hecho con palotes de regaliz dulce, navega sobre un mar de chocolate fundido. En el fondo del cielo de tocino de cielo hay dibujado un corazón con virutas de fresa. Allí está su destino, donde le guían las estrellas de turrón de coco.
Un coconauta le podrían llamar si utilizase más su imaginación o si aceptase el origen de sus átomos, pero en nada de ello se ejercita, prefiriendo nadar en un océano de chocolate fundido, con caracolas de huesos de santo y ballenas de algodón de azúcar.
Vuelve a su timón de bizcocho relleno de frambuesa para dar un giro a su glucémica vida: Con el catalejo de masa quebrada, saborea la imagen de una isla de granizado de limón en un banco de sirope de menta radioactiva. Y hacia allí va, con su voluntad forjada en guirlache, con una determinación a la que nunca podrá amargar un dulce.
Sobre una isla de granizado de limón, rodeado por sirope de menta radioactiva, las virutas de fresa caen formando un corazón en sus manos.