Se engancha su falda en la silla al igual que se ha quedado enganchada su alma al discutir con ella. Ahora es fácil saber que no debe tirar para no rasgarla, pero antes ha tirado de su lengua hasta que sus almas se han rasgado. Y, ahora, le duele.
Se arrepiente de haberse enfadado con esa cabezona que es tan cabezona como ella, de esa orgullosa que es tan orgullosa como ella, de esa tonta que, con dulzura reconoce, es tan tonta como ella. Y, ahora, se enfada con ella misma en vez de estar enfadada con ella otra.
Bueno, sigue enfadada con esa petardilla, pero, menos; sabiendo cómo es, no debería haber dicho eso; o quizá sí, pero de otra manera, con otras palabras. Se enfada por estar enfadada con ella, y por enfadarse con ella misma por haberse enfadado con ella otra, y por enfadarse en un bucle del que no tiene un mapa para encontrar la salida.
Con tantas vueltas, se marea. Se marea, se sienta, y suelta su falda con su mano, y suelta su alma con su lengua:
– Tata.