En la noche de su cincuenta cumpleaños, nuestro héroe tiene ante sí una misión imposible; bueno, quizá no tan imposible para unas personas normales, pero sí para alguien tan, tan, cómo decirlo, tan como él.
Veinte años atrás, en la inconsciencia etílica posterior a la entrada en su tercera década, cuando el alcohol nos lanza a abrir la boca más allá de lo sensato, nuestro héroe, o nuestro pobre diablo, había prometido que lo haría. Eso es. Lo haría si llegaba a los cincuenta, si su cuerpo tenía la capacidad de soportar sus excesos con la comida, el alcohol y las mujeres; y con el resto de cosas de relleno que hay en este mundo para acompañar a la comida, el alcohol y las mujeres.
Se terminó de un trago su cubata y, para mostrarle a una hippie buenorra que no tenía miedo a nada en esta vida, firmó su sentencia:
—Lo haré.
“Lo haré”. Eso dijo. Eso recuerda, en la hora de su cincuenta cumpleaños, mientras mira fijamente lo que para alguien como él, para un hombre de pelo en pecho y barba cerrada, es el ataúd donde depositar su propio cuerpo.
Lo que no recuerda es a la hippie. ¿Tenía un buen culo? ¿Buenas tetas? El alcohol había borrado casi toda esa noche, salvo lo que tendría que haber borrado: esas puñeteras palabras de bravucón.
Delante de él estaba el resultado de los errores de su vida pasada, estaba lo que iba a arruinar cualquier tiempo que le quedase en este mundo, un lugar ahora transformado en un valle de lágrimas con muchos ríos de lágrimas y con muchos afluentes.
Las palabras de la hippie vuelven a él, ni su cara, ni su culo, ni sus pechos:
—¿Te atreverías a llevar una vida saludable? ¿Aunque seas un viejo de cincuenta años?
Y el plato de brócoli que tenía en su mesa era su testamento tras sus malditas palabras:
—Lo haré.