—Hola, chiqueta. ¿A qué has venido? —le preguntó una anciana sonriente, tras la que se asomaba el rostro de su nieto.
Ella, también sonriente, respondió:
—
—Pero yo no he hecho ningún pedido —contestó la mujer—. Además, eres muy pequeña para hacer de repartidora. ¿Cómo te llamas?
— —respondió la niña.
—Claro, con ese nombre. Aun así, chiqueta, a tus años no deberías dar vueltas sola. Tendrías que estar con tu papá o con tu mamá.
—
—¿Que tu papá está con tu hermano y con su ave? No tenéis una mascota muy habitual, no.
Le podría haber explicado a la anciana que no era una mascota, pero ese día le tocaba una zona humilde y, como en todas las zonas humildes de todas las ciudades, había muchas personas a las que avisar.
No había tiempo. La niña siguió con su ruta de reparto.
—Yo no he pedido eso. Y no lo pienso pagar —respondían unos.
—Debe de ser el vecino del quinto, que es muy raro y siempre está con cachivaches de tecnología —respondían otros.
Pero no le importaba lo que dijeran; ella iba de casa en casa avisando a todos.
Solían invitarla a entrar, a comer unos dulces siendo niña, unas hamburguesas con patatas siendo joven, unas ensaladas con delicias caseras y salsas exóticas siendo adulta. Y, si podía, entraba.
Aunque parezca imposible, en la inmensa mayoría de las ocasiones, todo había ido bien; y en las que estuvo a punto de ir mal, su padre, que tenía siempre un ojo en su hija pequeña, lo había solucionado.
En gran parte de las casas del mundo, una persona había escuchado sus palabras. Eso eran muchas casas, muchas personas y muchos idiomas, siendo esto muestra de sus maravillosos dones y de la omnipotente capacidad de organización que tenía su padre.
Y visitó más casas.
Y visitó más casas.
Y avisó a más personas.
A muchas más personas.
Ya anciana, cuando su misión iba a terminar, llegó a la última casa que le quedaba en la lista.
Le abrió la puerta un niño que parecía su antónimo: pequeño, muy delgado, con la piel clara.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
Ella, con la misma sonrisa y las mismas palabras de toda su santa vida, respondió:
—Soy Jerusalem Porter y he venido para recordarles que la parusía está a punto de llegar.