Se había producido un milagro.
Así fue.
Hasta un minuto antes, todo había estado bien. Más que bien, todo había estado perfecto, sin problemas, sin ansiedad, sin zombies cabalgando hipocampos encocados, cabalgando por las avenidas donde se acumulaban los cadáveres de ángeles caídos.
Es más, un minuto antes no existían zombies, ni los hipocampos esnifaban coca para aguantar su maldito trabajo, ni tan siquiera había una calle en ese pueblo que se pudiera parecer a una avenida, ni tan siquiera a una avenida de segunda o a una parusía callejera.
Porque hasta un minuto antes, todo estaba bien, maldita sea. Lo decían todos.
Tenía que ser cierto.
Bueno, quizá no todos, pero sí todos los que de verdad sabían la situación y tenían un mínimo respeto por la realidad, la bondad y el amor humano al ser humano humanista.
¿Que había cambiado en ese minuto? ¿Qué había cambiado tras empotrarse la realidad contra un muro completamente distante, ecpático y rígido cual muerto?
¿Qué había cambiado en el mundo? Exteriormente, nada. Todo seguía igual.
Sin embargo, ahora, todos los que habían mantenido la decencia y la compostura empezaban a compartir sus rumores ultraconfirmados, requeteconfirmados.
Porque, claro, ahora, todos los que habían mantenido la serenidad y el buen hacer tenían su propio rumor.
Estaba demostrado que el Quinto Barbo del Apocalipsis iba en una canoa embrujada descendiendo por el Ebro. Tal cual.
Había pruebas irrefutables sobre la existencia de espíritus infernales jugando a la petanca. Era evidente.
El primo de un amigo de un vecino de uno del pueblo lo había visto todo y era horrible. 1000% real.
Sin embargo, todos los que habían dudado, mostrando su indecencia y su poco respeto con el civismo moderno, sin cambiar absolutamente en nada sus actos o sus palabras, eran ahora los seres más sosegados de todos los que allí había.
Así fue.
Se había producido un milagro.