Siempre he querido tener un amigo llamado Chicho Pachucho, que estuviera a mi lado, a veces, pachucho, pero no muy pachucho.
Me lo imagino cambiando de planta en planta, a mi lado.
Coincidiendo conmigo en las salas individuales acristaladas del hospital materno-infantil, comiendo conmigo en esos absolutamente asquerosos y horribles, y vomitivos y malvadamente malvados platos hondos, de cristal transparente, con marcas en forma de pétalos superpuestos en los bordes.
Me lo imagino comiendo conmigo para poder decirle que aquella eterna papilla verde, que unos llamarán puré y los más selectos llamarán vómito de zombie, para decirle que aquella maldición no newtoniana creada para torturar a cualquier persona que tuviera un ligero gusto en su boca, era una puta mierda y punto.
Me lo imagino cambiando de planta en planta, a mi lado.
Estando conmigo en la planta 13, habitación 13, en la planta de infecciosos, con una habitación individual que no podría recorrer porque, tras intentar levantarme varias veces, comprendería que, cada vez que me levantase, me caería. Que ya no era descendiente del Homo Erectus, sino del Homo Tumbadus, por lo que mi sitio sería la cama y ningún otro. Y se lo explicaría a mi amigo Chicho Pachucho.
Conmigo cuando el médico me hiciera llevar mi dedo hasta el suyo. Lo que para mí sería una perfecta línea recta, a los ojos del resto y de la realidad, sería el recorrido de una etapa ultramítica de ciclismo con el Gavia en un día cualquiera de junio, en un junio cualquiera de 1988.
Me lo imagino cambiando de planta en planta, a mi lado.
Me gustaría tener un amigo llamado Chicho Pachucho, y que estuviera conmigo aunque fuese imaginario.
Me gustaría tener un amigo llamado Chicho Pachucho, y que estuviera conmigo cuando deje cualquier planta para irme a otro lado.