Hubo una vez una robota que, por cuidar una planta, terminó con un mono.
Nunca se le habían dado bien los animales, ni las plantas, ni los microorganismos. Siendo claros: No se le daban bien los seres vivos y ya.
Tuvo un perro pastor eléctrico, de esos molones que salen en las revistas de chicas guapas, y casi se le electrocuta al caerse en la bañera.
Pasó a una oveja eléctrica, certificada con cero mantenimiento-cuidado-problemitas, y casi se le electrocuta al caerse en una bañera. Y eso que la bañera, sabiendo lo que le había pasado al perro, ya la tenía vacía y rodeada por una valla. Pues la bendita oveja debía de ser campeona olímpica de salto sin pértiga porque allí apareció.
Le regalaron un ficus eléctrico, con unos paneles que absorbían cualquier fotón despistado que pasase cerca para que ella no tuviera que cuidarlo, con garantía de poder sobrevivir a cuatro guerras termonucleares de destrucción garantizada, y casi se le electrocuta al caerse en una bañera.
Sí la misma bañera de siempre, pero que ya no saldrá más en la historia porque, después de lo del ficus, decidió instalarse una ducha.
Una araña temeraria entró en la casa de la robota y… murió.
Y un mosquito buscándose la vida y… murió.
Y un virus informático… y murió.
Por eso, cuando le regalaron una planta, dijo:
—Que no quiero, que se me mueren todos los bichos.
En principio, parecía una planta normal, con sus hojas, con su tallo, con sus raíces para captar las corrientes eléctricas de la tierra; en resumen, una planta normal.
Tan normal que no salía en revistas molonas, ni tenía certificados sobre su mantenimiento, ni tenía garantizado sobrevivir a una guerra o a una bañera.
Quizá por sus experiencias previas, no le hizo el más mínimo caso; y quizá por no hacerle el más mínimo caso, no se enteró de que le había salido una nueva rama, con sus hojas, y su caseta de pájaro carpintero.
Se enteró cuando el pájaro carpintero le picó entera una pata de la cama. Tras el golpe contra el suelo, dijo:
—¿Qué?
Podría haberle causado extrañeza ver al pájaro, pero lo que realmente la dejó atónita es que estuviera vivo.
—¿Qué hace un pájaro vivo en mi casa?
El pobre bicho se asustó y se fue volando.
—Sí, sí, no te lo dije. Como frutos, esta planta produce pájaros carpinteros. No te preocupes. Ahora mismo te mando la solución.
Su amiga, la que le había regalado la planta, la que le acababa de explicar por teléfono el origen del pájaro, le mandó un paquete y esta vez sí que llevaba una pequeña nota:
—Sirve para controlar a los pájaros.
Abrió la caja y sacó a un…
—¿Un mono? ¿En serio?
El mono, en cuanto vio la planta, que ya tenía más ramas con las yemas de nuevos pájaros carpinteros, saltó hacia allí y empezó a comérselos.
—A-lu-ci-no.
En un momento, el problema de los pájaros carpinteros estaba solucionado.
Lamentablemente, el mono, cuando no tenía que comer, se ponía a cantar canciones de la tuna:
—Oh, vida que me tienes en vilo. Oh, vida mía. Oh, oh, oh.
Tras medio minuto aquello era insufrible… Y su amiga le mandó el remedio:
—¿Una cacatúa?
—¡Una cacatúa!
En un momento, el problema del mono tunero estaba solucionado y empezaba el problema de la cacatúa.
Y vino un tardígrado.
Y, por el tardígrado, vino un camaleón.
Y, por el camaleón, vino lo que vino hasta que la casa de la robota se llenó de vida y alegría. Bueno, más vida que alegría, y más zoológico que casa. Bueno, pequeñas aclaraciones sin importancia.
Así fue como una robota, por cuidar una planta, terminó viviendo en una selva con su propia tribu de robots aborígenes.