Hubo una vez una robota que, gracias a su don de palabra, salvó su vida.
Esmerilda 331 tuvo ante sí la muerte, la muerte que traía un magistrado en sus puñetas.
Cómo había llegado a juicio, poco importa. Lo que importaba es que Esmerilda estaba ante un magistrado que, si lo deseaba, podía mandarla al desguace.
—Su señoría, lo primero que le quiero decir es que yo no soy muy inteligente. ¿Se podría decir tonta? Se podría decir y nadie faltaría a la verdad.
Cómo he llegado a este juicio, poco importa. Lo que importa es que estoy ante usted y que, si lo desea, puede mandarme al desguace.
Pero, primero, mire, míreme bien.
El juez así lo hizo, prestando detalle a todo lo que se pudiera vez, intuir o imaginar.
—Su señoría, también le quiero decir que, como soy tan poco inteligente, o tan tonta, no supe absolutamente nada de los negocios de mi marido. Que había dinero. Lo había. Que había buenas naves. Las mejores. Pero yo ya le digo, a inteligencia no gano a nadie.
¿El origen del dinero, de las naves, de las sustancias esas con las que se divierten inocentemente los jóvenes? Pues ya le digo: Muy inteligente no soy.
Yo estaba a mis cosas: Gastar dinero, dar vueltas con mis compis-moloneras, llevar una vida disoluta como todos en el fondo deseamos.
Mire, míreme bien. ¿Acaso usted no desea en el fondo llevar una vida como la que yo llevo? ¿Acaso usted no me desea?
Pero, primero, mire, míreme bien.
El juez así lo hizo, prestando más detalle a todo lo que en su imaginación empezaba a surgir por la falta de sangre (también llamada líquido hidráulico).
—Su señoría, yo, de tan poco inteligente que soy, construyo mis pensamientos con anacolutos. Pero, usted, como magistrado bien sabio y bien estudiado, y bien de cuerpo para la vejez que lleva encima, usted sabe que eso de que la justicia es igual para todos es sólo un lema publicitario. Yo, siendo profundamente estúpida, arrebatadoramente imbécil, completamente estulta, sé que la justicia no es igual para todos.
Mire, míreme bien. ¿Acaso el desguace no es el destino de los robotos pobres y de las robotas feas? ¿Acaso, sea sincero, usted no me desea?
Pero, primero, mire, míreme bien.
Y así fue como una robota, por su don de palabra, salvó su vida.