Cuando te ofrecen subir al Monte Oroel corriendo, sabes que algo va mal, rematadamente mal. Cuando no respondes sembrando caos y destrucción a tu paso, toda esperanza está perdida. La belleza de los valles, la majestuosa imagen del bucardo, el sabor auténtico del té de roca; todo por lo que has luchado y muerto tantas veces ha desaparecido, al igual que la figura de un ser humano que, tras aceptar tal disparate, ha pasado a tu lado como una flecha envenenada. Cualquier mirada de odio que se le dirija es, cuanto menos, generosa. Y, ante ello, sólo un santo puede permanecer impasible.
Hay límites que no deben ser superados cuando exploramos el mundo. Los niños tienen las rejas para que no puedan perderse fuera del colegio; los adultos tenemos el sentido común para no perdernos fuera de nuestra realidad; y los aventureros que suben montes tienen el ritmo “china, chana” para no perderse en una expedición sin destino. Así ha sido y así debe ser. Los límites nos permiten saber perfectamente cómo somos y qué tenemos que hacer en nuestra vida porque, cuando intentamos superarlos, aunque sea sin querer, la realidad se impone, bien con un recordatorio de la dureza de las montañas, bien con un mensaje en tu móvil que te da la bienvenida a Francia. Y, ante ello, sólo un santo puede permanecer impasible.
Las montañas, los montes, los aventureros y este retazo forman parte de un universo regido por unas leyes que se han de cumplir, que se han de estudiar y respetar. Muchas veces tienes que llevar sus ecuaciones al límite para poder entenderlo perfectamente, pero nunca se superan esos límites, ni tan siquiera en los rigurosos experimentos con termos agujereados y resultados plasmados en gráficas con puntos tan gordos como galaxias en periodo de engorde. Así que, ante una pregunta tan fuera de los límites de la realidad, la atención y el decoro como “¿Quién es tu compañero de prácticas en Termodinámica y Mecánica Estadística?”, sólo un santo puede permanecer impasible. Perplejo, pero impasible.