Naces, te ponen un nombre, te ponen unas ropas, te enseñan las verdades que te guiarán para sobrevivir, para sobrevivir momentáneamente en este naufragio continuo que es la vida. Y, lo que muchos consideramos como un regalo, ella lo tomó como un secuestro, bienintencionado, pero secuestro al fin.
Cambio su nombre, su trabajo, su hogar, cambio las verdades que le habían convertido en un ser coherente, en alguien que no traicionaba nunca sus ideales y nunca cambiaba de chaqueta. Aunque esa chaqueta se le hubiese quedado pequeña, dejando al aire su tripa, encorsetando sus brazos libres; o fuese fruto de una moda pasajera que ahora ya no le protegiese de las inclemencias de la realidad; o, simplemente, estuviese llena de agujeros por el paso del tiempo y las polillas del alma, y llena de manchas morales que, tomadas por otros como recuerdos de su compromiso, no eran para ella más que el resultado de una falta de higiene espiritual.
¿Y qué dijeron? Pues que era otra persona, que había traicionado sus ideales, que la vida se le había subido a la cabeza. Y era verdad en todo. Y era verdad en todo porque ella ya no estaba en un naufragio continuo donde se necesitan los salvavidas de respetar tu nombre, de vestir siempre las mismas ropas llueva o nieve, de venerar las mismas verdades que calmen nuestro sufrimiento. En suma, ella estaba viva al fin.