Al abrir la puerta, apareciste tú, mi vida. Me tomaste en tus manos y sentí, por primera vez, el calor.
Estaba confuso, ¿qué era eso nuevo que nacía en mí? ¿Era amor? ¿Por qué no lo había sentido antes en mi cuerpo?
La respuesta era fácil: Porque hasta entonces sólo había estado con trozos de carne muerta, con besugos de ojos abiertos, con vegetales sin mucha sustancia.
Y, de repente, apareciste tú.
No lo voy a negar: Mi cutis estaba en unas condiciones óptimas que no podría alcanzar ni con las más preciadas cremas de la eterna juventud. Eso era cierto.
También que, aun teniendo poco espacio, mi vida era muy sencilla y todo estaba donde debía estar: La leche, con los zumos; las mandarinas, con las manzanas; los cubitos de hielo, con los congelados.
Pero no te tenía a ti, mi amor; no me tenías a mí.
Mi amor, apareciste tú en mi mundo al abrir la puerta del frigorífico donde yo vivía.